27 oct 2013

Los nombres muertos, de Jesús Cañadas

Portada de Los nombres muertos, novela de Jesús CañadasA Jesús Cañadas le gustan los secretos. Le encantan las historias llenas de misterios, los entramados de acertijos que enredan al lector, que lo obligan a tirar de la madeja de la literatura con cierta avidez por saber qué va a pasar después, hasta que ha deshilvanado toda la trama. Supongo que empezó buscando este tipo de historias en su rol de lector y, como todo buen juntaletras, acabó escribiéndolas él mismo. Ya demostró esta fascinación por lo oculto en su ópera prima, El baile de los secretos (reseña por aquí), una de esas novelas que se te quedan ancladas en la mente y que verifican muchas cosas, entre ellas el talento narrativo de este autor en ciernes. Un talento, a la sazón, aún por explotar, por pulir. El baile de los secretos constituyó una carta de presentación genial, pero adolecía de ese exceso en el estilo tan propio de muchos autores noveles. Los nombres muertos, su segunda novela, recién publicada por el joven sello Fantascy de Random House Mondadori, tiene todo lo bueno de El baile de los secretos, que es mucho, pero al mismo tiempo está purgada de grandilocuencias, por lo que representa la madurez de un escritor que se perfila como uno de los puntales del panorama actual de la literatura patria de género.

Los nombres muertos (454 de Angell Street en su estado embrionario) cuenta la historia de una extraña búsqueda: la que emprende el escritor Howard Phillips Lovecraft, acompañado de un puñado de buenos amigos, en pos del Necronomicón, un libro diabólico escrito con sangre que no debería existir porque solo es un medio narrativo ideado por el propio Lovecraft. La premisa, de por sí, resulta interesante y presagia grandes aventuras en un universo a un tiempo metaliterario y puramente lovecraftiano, en el sentido más literal. Pero el resultado es mucho mejor de lo que se promete. Cañadas trenza con habilidad géneros tan dispares como el noir y la aventura, el terror y el thriller, todo ello aderezado de buenos personajes, cierto regusto a folletín pulp y unas dosis muy medidas de humor inteligente.

Entre los muchos aciertos de la novela podemos destacar la cuidada elección de sus protagonistas. Los nombres muertos puede integrarse dentro de ese subgénero literario que pone a un escritor mítico en el rol de personaje y lo envuelve en un escenario basado en sus propias historias; el ejemplo más cercano lo tenemos en Félix J. Palma y su trilogía victoriana, en la que se hace lo propio con H. G. Wells. Los nombres muertos, por su parte, ubica al rarito de Providence en el centro de la acción y lo inunda con sus propios mitos, pero Jesús, consciente de que todo eso son simples recursos, en ningún momento pierde de vista su meta: contar una buena historia de suspense. Lovecraft es Lovecraft pero también un personaje fruto de la mente de Jesús Cañadas. Lo mismo pasa con Sonia Green, Frank Belknap Long y Robert Howard, en los cuales podemos apreciar las personalidades que encarnaron pero también una conveniente adaptación a la historia que se cuenta, formando así un trío de secundarios escrupulosamente calculado, que se complementan a la perfección. Eché de menos, todo hay que decirlo, a Clark Ashton Smith, figura vital dentro del círculo de Lovecraft que se merecía cuando menos un honroso cameo en la novela. De algo tendré que quejarme.

El estilo de Jesús Cañadas en Los nombres muertos resulta fluido y agradable, pero dista mucho de ser simple. La novela está cargada de hermosos hallazgos literarios que no entorpecen el ritmo de la novela sino que a todas luces la enriquecen. Cañadas se ha medido esta vez y ha esparcidos dichas perlas literarias a lo largo de toda la obra, con un pulso estratégico muy acertado: el rodaje como autor se le nota, y aquí el resultado ya es de diez.

A Jesús Cañadas le gustan los secretos, y también los guiños y homenajes, que no dejan de ser más secretos enterrados en sus páginas. Y Los nombres muertos, como su novela de Ajec, también los tiene. Homenajes a los autores de la época y a la propia literatura, a los lectores del fantástico. Homenajes al cine de los ochenta, a las revistas pulp y a la serie B en general. Pero, sobre todo, abundantes guiños a las andanzas de Indiana Jones. Y es que Los nombres muertos puede disfrazarse de muchas cosas y abordar numerosos palos, pero por encima de todo es pura aventura, con todos los ingredientes necesarios para simplemente pasar un buen rato leyendo. En sus páginas hallaremos misterios, sorpresas, persecuciones, disparos y puñetazos, localizaciones exóticas, sociedades secretas, villanos enigmáticos, alianzas impensables y muchísima acción. Se dibuja en algunos escenarios terroríficos pero no es una novela de terror. Tiene de protagonistas a grandes figuras del fantástico pero no es una novela fantástica. Se trata de una suerte de ucronía encubierta, un espejismo histórico con una base muy real. Cañadas se ha documentado hasta la obsesión para otorgar verosimilitud a su obra pero no ha dudado ni un segundo en retorcer los hechos cuando esto beneficiaba a los intereses de su narración. Así que, amigos historiadores, mucho cuidado al asomaros a esta novela, porque Cañadas no os ha hecho ninguna concesión: ofrece una de cal y otra de arena a partes iguales. En cualquier caso, y a pesar de constituir un sacrilegio para muchos (historiadores puristas pero también fandomitas radicales, a quienes se les revolverán las tripas al leer algunas secuencias escritas con muy mala leche), todas esas arriesgadas decisiones argumentales han logrado que el trabajo final sea sin duda más redondo.

A Jesús Cañadas le gustan los secretos. También la buena literatura como lector y, afortunadamente para nosotros, como escritor. Que siga arrojándonos novelas como esta durante muchos años de prosperidad literaria (con la venia del gran Cthulhu, claro). Los lectores, el género y la propia literatura saldremos ganando.

13 oct 2013

Pero en la noche

RutinaMe despierto con una punzada de tristeza, digiriendo el sueño que acabo de tener, pero enseguida me incorporo y dejo que los susurros de la mañana me vayan tomando poco a poco el cuerpo. Me levanto lleno de energía, con optimismo y ganas de comerme el mundo: será cosa del ejercicio y de la dieta. Me visto, desayuno y salgo hacia el instituto con la ilusión por bandera. Los Who le cantan a Tommy en los altavoces del coche mientras el día se enciende poco a poco tras las lomas de Baeza.
Abordo el curro con mucha ilusión. Hace tiempo que no me pasaba. El trabajo que ejerzo no es vocacional ni me enriquece, pero no me malinterpreten: no lo cambiaría por nada del mundo. Ningún otro empleo ofrece tal calidad de vida, y me siento afortunado por cultivarlo. Ahora me encanta venir aquí todas las mañanas, relacionarme con los compañeros, reírme de los chistes y las tonterías a la hora del café, aprender de los alumnos, enseñarles yo también algunas cosas y reñir a alguno de ellos, que eso también forma parte del trabajo. Pero el enfado siempre se finge, no es real. A veces me cruzo con ella por los pasillos, pero paso de largo casi sin mirarla. Al principio tuve la esperanza de que pudiéramos ser amigos, ahora sé que ella no quiere ni que seamos compañeros. Así que cumplo su voluntad con entereza y dignidad.

Termino mi jornada un poco cansado. Quizá me tome unas cervezas con los amigos o vaya a ver a mis padres o igual marche a casa, a la calma impagable del hogar. Nadie me espera allí, pero soy del tipo de personas que entablan una extraña amistad con la soledad. Me preparo algo sano para almorzar mientras veo un capítulo de Evangelion: ensalada de primero y pollo de segundo, o crema de verduras  y un carpaccio de ternera para acompañar. O una pizza o un par de fajitas, que la comida rápida bien preparada no tiene por qué ser basura. Por un instante, al abrir el cajón de los condimentos, siento otro breve arranque de tristeza. Aún sigue allí el bote de las hierbas provenzales, que me recuerda a ella, a la última vez que fuimos juntos al Carrefour. Por alguna razón se me ha quedado clavado ese momento y me lo dibujo en la mente como si fuera ayer. Que venga Freud y me lo explique.

Después caeré un rato en el sofá, no más de veinte minutos. “La siesta de la llave”, la llaman los mexicanos: se duermen con una llave en la mano hasta que el sonido que hace cuando la dejan caer, justo al ingresar en el sueño, los despierta. Esa es la mejor siesta, aquella que solo te repara un poco y no te levanta confundido o con el humor agriado. Además, no quiero soñar también en la sobremesa.

Tengo toda la tarde por delante, estoy solo y puedo hacer lo que me venga en gana. Me siento eufórico, libre, muy feliz. Leo un poco en el sofá, o quizá en la biblioteca de la buhardilla. La canción secreta del mundo, de Cotrina, es la novela de estos días y la estoy disfrutando un montón. Soy un lector muy lento, pero quizá se deba a que ahora leo con conciencia escritora y me demoro en los pasajes hermosos o sorprendentes, y el libro de Cotrina los tiene a paladas. Quizá muerda también algún tomo de La patrulla-X; esos tebeos siempre me hacen viajar muy lejos. Después me echaré una partidita a algún videojuego molón, como Bioshock o Dragon Age. La vida me parece hermosa, disfruto muchísimo de los pequeños placeres. Soy feliz, tremenda y sinceramente feliz. Soy feliz con muy poco, pero ese es mi carácter y no tengo otro.

Hora de salir a correr un rato o subirme a la bici. En el primer caso, me dejaré llenar los sentidos por la vida frenética que rueda a mi alrededor mientras gasto el suelo con mis zancadas de potrillo. En el segundo, dedicaré también esa hora a escribir, mi verdadera vocación, porque se puede pedalear mientras uno imagina, teclea y compone. Un par de páginas y Obituario Primavera crecerá un poco más, estará algo más cerca de salir a conocer mundo, en concreto el bullicioso cosmos de las casa editoriales, ahíto de fieras pero también de gente maravillosa. Mi cuarto libro, que espuma cada día en el útero de mi soledad. Cada nuevo libro es siempre una ilusión. No tendré más hijos que a ellos.

Después hago unas pocas pesas, flexiones, abdominales o dominadas, y a la ducha. Y cuando abra el cajón de la ropa interior para cambiarme tal vez encuentre un pelo de ella. Uno de sus cabellos, tan largo, tan tostado, tan personal. Un nuevo pinchazo de dolor, breve pero agudo. Esta casa está llena de ecos, esta casa huele a ella y grita su nombre en silencio. Sus cabellos son sus ecos, y jamás desaparecen del todo; por más que limpie, siempre brotan más. Pero me gustan, hay una parte masoquista en mí que se alegra cada vez que descubro uno nuevo. Por suerte o por desgracia, de él ya no quedan pelos, ni siquiera en la parte trasera del coche.

Ahora tengo varias opciones: llamar a algún amigo, a Diego, a Ramón, a Santi, a Adrián, o a los que están veinte minutos más lejos, Pedro y Juanga y los demás, y salir a tomarme algo con ellos (si es jueves, tal vez caiga también un par de cubatas). Reírme, aprender, enriquecerme. Me siento feliz, vivo, con una pequeña fortuna en amistades, que es la mayor de las fortunas. O puede que cene algo ligero y vea una película en mi sala de cine. Hace tiempo que no bajo, y hoy puede ser un buen día para arrancar la fábrica de sueños, con todo el ritual de los avances y las palomitas. La tele en mi casa está vedada: puede sonar a manifiesto gafapasta, a puro cliché, pero qué quieren que les diga, es la verdad. La mayoría de los canales ni siquiera se ven.

Puede que antes de acostarme intercambie algunos mensajes de Whatsapp con Lara, Sonia o cualquier otra. Alguna intentará tirarme los tejos, como de costumbre, pero yo ahora paso de mujeres. Siento una pereza de plomo cuando pienso en tener que volver a empezar. No, por el momento no quiero mujeres en mi vida. Abandoné por propia voluntad a la que más me completaba, y no voy a intercambiarla por ningún sucedáneo. Amigas, muchas; complicaciones, las justas.

Me acuesto con un libro en la mano y dejo que el sueño vaya extendiendo poco a poco sus zarcillos desde la almohada y me abrace con su dulce sosiego. Me siento feliz, liberado. La vida es fantástica, lo pienso sinceramente. Cierro los ojos y así termina mi día, mi rutina.


Soledad

¿Termina? No del todo. Porque ahora llega el sueño, y en él nada ha cambiado, todo sigue igual. Ella está conmigo, vivimos juntos, y somos dichosos. Nos reímos y apoyamos el uno al otro. No tenemos nada en común pero eso no nos importa. Su cara mala, que la tiene y es poco agradable, no aparece en el sueño. Solo queda lo bueno. Estamos juntos y lo sacamos a él, el más guapo de los suyos y una espina infinita en mi corazón. Le damos una vuelta por el campo, lo oímos ladrar detrás de los conejos, lo vemos disfrutar y eso nos hace felices también a nosotros. Lo más parecido a un hijo que nunca tuve y jamás tendré, quizá aún más intenso que mis propios libros.

Y me despierto al día siguiente, sabiendo que del amor ya no queda nada por ambas partes, pero al menos por la mía sí un tremendo cariño residual. Una resonancia de ese amor que siempre eclosiona en la oscuridad de la noche, tras los párpados, en la vida alternativa del fondo de las alcobas, siempre. Noto una punzada de nostalgia y por un latido me lamento rumiando si tomé la decisión correcta. Cuando elegimos renunciamos. Toda elección entraña una pérdida. Pero el resquemor pasa rápido, enseguida me siento de nuevo feliz y vuelvo a aferrar con mucho optimismo el nuevo día, un día maravilloso. Y comienza otra vez mi rutina.

Solo le pediría dos cosas, dos cosas para terminar. La primera: que por favor, por favor, sea muy feliz. Como lo soy yo la mayor parte del día.

La segunda: que deje de avecindarse en mis sueños.